Pimachi: arte mural e imposición ideológica

Pimachi: arte mural e imposición ideológica en los Andes



Arturo Ruiz Estrada
aruizestrada @yahoo.com

El valle de Pativilca es una cuenca costeña cuyas aguas se originan en las elevadas cumbres andinas que descienden de la cordillera occidental del Perú y luego de un trayecto accidentado desembocan en el litoral del Pacífico. Por ambas márgenes de su ribera se asentaron, desde tiempos preincaicos, varias poblaciones que hoy superviven con patrones culturales amestizados y tienen en la agricultura y la ganadería sus actividades productivas principales. Hacia el curso medio del valle se halla justamente la localidad de Pimachi, cuyos pobladores actuales han centrado su trabajo en la explotación frutícola del melocotón. Pese a lo accidentado de la topografía del suelo que habitan, cubierto de campos pedregosos y de laderas acentuadas, ellos han sabido aprovecharlos sobre la base de la construcción de terrazas para obtener espacios llanos destinados a sus cultivos. La técnica del cultivo en andenes fue práctica generalizada desde tiempos remotos. De ello se conservan hasta hoy, numerosos testimonios todavía no estudiados, pero que se encuentran abandonados por la frecuente escasez de lluvias.

La presencia hispana en la zona serrana del valle de Pativilca, durante la época colonial, obedeció a la necesidad de mano de obra nativa, pues allí existían varios ayllus enmarcados en los cánones de su propia identidad cultural, a los cuales, además, se requería someterlos a la autoridad colonial. La urgencia de la pacificación y del dominio español alentó la concurrencia de misioneros católicos para difundir su religión entre los nativos y reemplazar la que éstos practicaban. Para ese efecto fundaron templos que sirvieron como instrumentos de la evangelización compulsiva. De este proceso aún vigente, queda en Pimachi un templo católico cuya importancia destaca por haber sido el lugar donde se debatieron las concepciones ideológicas de los peninsulares y los indios. A esa importancia se añade el hecho de haberse plasmado en las paredes del templo una serie de imágenes pintadas que pueden ser estudiadas para aproximarnos a la historia del pueblo.

Nos hemos ocupado en trabajos anteriores sobre algunos aspectos de la historia de comunidades similares a la de Pimachi, en nuestro propósito de comprender las estrategias y las formas de conducta que se produjeron durante el tránsito de los pueblos nativos al ingresar a la esfera de influencia hispana (Ruiz, 1999, 2000). Comprendemos que la explicación de ese proceso deviene en un asunto de importancia para que los pueblos logren explicarse el curso de su historia auténtica y vean el presente y el futuro en forma más nítida y justa.

En la presente información, nuestro interés está centrado en el estudio del arte mural regional, y por ello, ofrecemos algunas apreciaciones de las pinturas del único templo colonial existente en Pimachi. Es un primer intento para comprender el arte mural de los pueblos ubicados al entorno del valle de Pativilca, el cual agrupa, en la zona altoandina, a varias comunidades de las actuales provincias de Cajatambo, Chiquián y Ocros. Pero comprendiendo tales manifestaciones artísticas queremos aproximarnos, desde un punto de vista antropológico, al conocimiento de la realidad social de la comunidad en cuanto a los procesos de las contradicciones ideológicas antiguas cuyas repercusiones llegan al presente.

Ubicación

Pimachi es un centro poblado ubicado a 2500 metros sobre el nivel del mar, asentado sobre laderas pedregosas que forman una terraza de la margen derecha de la quebrada de Rijururi, al pie de las cumbres de Cotoshishín y Caure. Esta quebrada desemboca en la orilla derecha del río Pativilca. Sus territorios comprenden desde la orilla del río Pativilca a unos 500 metros sobre el nivel mar hasta la zona de puna a unos 3500 metros sobre el nivel del mar lo cual significa el uso de diversos ambientes ecológicos para la obtención de productos alimenticios. De acuerdo a la división político-administrativa moderna, Pimachi es anexo del distrito de Aco, provincia de Ocros, región peruana de Ancash. Un camino angosto que atraviesa fuertes pendientes lo comunica con la carretera Barranca-Cajatambo. El puente de Mayush, sobre el río Pativilca, después de la histórica quebrada de los cocales de Arhuar, sirve como punto de partida para ascender la escabrosa ladera que conduce al pueblo de Pimachi. Recientemente, en el mes de setiembre del año 2005 se ha inaugurado una moderna carretera que lo enlaza a la que se dirige a la ciudad de Cajatambo. Esta vía fue construida con el esfuerzo de los propias comunidades vecinas de Aco y Pimachi y el apoyo en combustibles de las dependencias del Ministerio de Transportes (Cornelio, 2005).

Sus habitantes, de aproximadamente unos 700 pobladores, están organizados en una entidad comunal cuyas actividades de subsistencia radican en la explotación de plantaciones de frutales, principalmente del melocotón. Aprovechan, asimismo, las muy estrechas riberas del Pativilca bajo su jurisdicción, donde obtienen productos alimenticios de clima cálido.

La traza urbana del pueblo responde a la influencia hispana, por lo cual presenta calles más o menos rectas, escasas, con una plaza central donde el edificio más importante es nada menos que el templo colonial.

Breve historia de Pimachi

En la comprensión territorial de Pimachi se encuentran vestigios arqueológicos cuya investigación inicial revela ocupaciones humanas que puede atribuirse a grupos preincaicos que habitaron la zona entre los siglos X al XVI después de Cristo. Los asentamientos de Mayush (Marcacoto), los de Arhuar, las andenerías de Cotohuillca en Aco, las de Minas y Marcocoto 1, así como los restos de Cotoshishín y varios reparos rocosos («machays» en el idioma quechua), constituyen el testimonio de antiguos asentamientos prehispánicos. Ellos revelan la presencia de pequeños núcleos sociales instalados por las altas y abruptas cumbres pedregosas, donde la construcción de terrazas para el cultivo (andenes) fue el soporte fundamental para la producción. De acuerdo a la información documental del siglo XVII, deducimos que los pobladores de Pimachi estaban organizados sobre la base de ayllus, integrados a curacazgos nativos. Tales ayllus fueron los de Shishin, Julca, Allauca y Chaupi, cuya organización regía desde tiempos prehispánicos, pero estuvieron vigentes hasta la Época Colonial. Por eso, la identificación que hicimos del sitio arqueológico de Cotoshishín debe corresponder al asentamiento del ayllu Sisin mencionado en documentos de los tiempos del dominio hispano.

Los ayllus citados debieron participar de elementos culturales comunes con los del área de la antigua provincia de Cajatambo y su historia transcurrió por acontecimientos similares. En tal condición, cuando se produjo la conquista incaica, Pimachi quedó insertado en la red de pueblos tributarios del gobierno cusqueño. Posteriormente, a partir del siglo XVI, cuando las huestes castellanas ingresaron a los Andes, quedó sujeto al poder de éstos, etapa en la cual se produjo la incursión de autoridades y clérigos católicos quienes llegaban con el objetivo de incluirlos en la nueva red administrativa y económica como también religiosa. El actual templo cristiano de Pimachi se edificó en aquellos tiempos y fue el escenario de la confrontación religiosa indohispánica.

El conocimiento de la historia escrita de Pimachi se registra a partir del proceso de evangelización cristiana emprendida por el gobierno español. Para conocer dicha historia recurrimos a las valiosas informaciones reveladas el año 1986 por el investigador francés Pierre Duviols quien publicó un sustancioso volumen de mucho provecho para la investigación antropológica e histórica andina. A mediados del siglo XVII las autoridades católicas de Lima decidieron implementar acciones directas al cumplimiento de sus objetivos de dominación de la masa campesina. Fue así como el obispo limeño Fernando de Avendaño estuvo en Pimachi, pues se informó que los indios mantenían sus costumbres religiosas y él creía que esas acciones constituían un peligro para la pacificación y dominio del territorio andino. Por ello, destruyó y quemó en Pimachi los símbolos e imágenes de las divinidades locales. A pesar de esa circunstancia adversa, los pobladores nativos continuaron fieles a sus costumbres e ideas religiosas, negándose a seguir las creencias de los españoles. Esta realidad obligó al poder hispano, implantado en los Andes, a instrumentar nuevas campañas antirreligiosas, oca¬sión en que el Lic. Bernardo de Noboa, cura beneficiado de la doctrina de San Pedro de Ticllos, vicario y juez eclesiástico del partido de Cajatambo, abrió proce¬sos judiciales contra varios líderes indígenas a quienes se los acusaba por el delito de activar su propia cultura y realizar ceremonias ancestrales. Tales procesos están registrados justamente en un valioso documento editado hace dos décadas del cual hacemos ahora un resumen (Duviols,1986). En efecto, según estos informes, Noboa comprobó que los pobladores de Pimachi exhumaban a sus difuntos del campo santo de la iglesia cristiana para volverlos a enterrar según sus propias costumbres, en cuevas alejadas del pueblo, donde cada ayllu tenía su propio sector de enterramiento. Verificó también que los indios veneraban las imágenes de sus propias divinidades como Capavilca y Chaupivilca, las cuales, según sus creencias antiguas, les proporcionaban alimentos. Otro, el dios Guari había construido y repartido en Pimachi, andenes, chacras y canales de agua; Llanqui Yanac era el que incrementaba las cosechas de maíz; Julcatambo era el que también les daba alimentos y agua cuando el maíz empezaba a madurar; Pococ el que tenía poderes de aumentar la población, las comidas y mantener la buena salud. Estas divinidades tenías chacras y, no obstante que el visitador había destruido sus imágenes hechas de piedra, los nativos las reemplazaban por otras. El cura de la doctrina observó, además, que los ayllus practicaban el culto a los muertos mediante ceremonias ancestrales a fin de que éstos , desde la otra vida no los maldijesen, sino más bien que les prodigaran alivio en las dificultades cotidianas, en las enfermedades y la muerte. Los líderes o autoridades de Pimachi predicaban para que el pueblo no creyera en el dios de los cristianos, para que no fueran a misa, contradecían la liturgia católica, obligando hasta con azotar a los nativos para distanciarlos de la nueva religión que se les imponía.

Con el poder que lo amparaba, Bernardo de Noboa, sentenció finalmente, después de un juicio sumario a don Domingo Rimachin, a Pedro Condor Poma y a Juan Quispe. Los torturó públicamente, los destituyó de la investidura que tenían como autoridades y los desterró. Al primero lo confinó a galeras en el puerto del Callao por dos años; al segundo lo remitió al pueblo de Acas para que allí se mantuviera por cuatro años al servicio del cura; al tercero, igualmente, lo desterró al pueblo de Acas por un año. A las mujeres, doña Isabel Yalpay, Francisca Quispitanta, a Francisca Quillay Tanta, María Chaupis Tanta, Francisca Navim Carua, les inflingió torturas, les dio cien azotes en público y las confinó a servir por diez años en la iglesia de Acas a disposición del cura local.

Del escenario de todos estos enfrentamientos quedan como mudos testigos el mismo pueblo y el templo colonial de Pimachi y allí existe todavía el púlpito desde donde el Lic. Bernardo de Noboa predicó ardorosamente contra la religión nativa para imponer la suya. Se mantiene el viejo altar mayor pintado en pan de oro y las imágenes cristianas plasmadas en los muros laterales.

El templo

Se encuentra en la esquina este de la plaza principal y ha sido levantada a base de piedras y barro. Posee una sola nave y tenía dos habitaciones contiguas hacia el lado sur que servían como sacristía y depósito ya hoy destruidas, quedando como testimonio dos puertas selladas con pirca. Hacia el lado suroeste, fuera de la iglesia, se levantaba una torre exenta, a unos cinco metro de distancia, cuya estructura desapareció por completo. En tiempos modernos, le han añadido dos torres, a partir del año 1940 y sólo una se halla concluida. En esta se observan dos campanas sin fecha y una grabación en la más grande cuya inscripción expresa: «Santa Catalina del Pueblo de Pimachi ora pronobis». Pegado a la pared norte,yacía el camposanto que sirvió de cementerio durante la Época Colonial del que ahora no hay vestigios en la superficie.

El techo está cubierto con calamina, pero antiguamente sólo tenía tejas. Una puerta en arco da el ingreso al templo y tanto la fachada como las paredes del interior están enlucidas con cemento y  yeso.

Presenta las siguientes dimensiones: largo 32.10 m., ancho: 7.10 m. y altura: 6.50m.

A través del tiempo, varios agentes externos como las lluvias y los temblores han causado deterioro en su estructura, por lo que fue restaurada en varias oportunidades, especialmente el techo y las paredes laterales.

Dentro del templo se conserva el coro donde sólo existen los restos de un órgano de madera. Hay un altar en la pared sur con dos camarines que contienen la efigie del Nazareno y otro santo no identificado. En la misma pared, cerca del arco, se halla el púlpito. En la pared este se ubica el altar mayor, donde domina la efigie de Cristo Crucificado o de la Exaltación, así como la imagen de Santa Catalina, muy deteriorada. En las paredes que preceden al Altar Mayor, como en la bóveda de este sector aparecen pinturas murales e igualmente en la fachada del templo.

Los murales

Nuestras observaciones se han realizado tanto de la parte interna del templo como de la externa, especialmente de la fachada, porque en ellos existen detalles utilizados para realzar la prestancia del templo.

Parte interior

Se aprecian pinturas en el arco, en ambas paredes y en la bóveda que precede al altar mayor. Un reducido fragmento de estuco pintado, todavía resiste en una pared lateral, dando indicio que también hubo aquí murales fuera del área del altar mayor.

Las pinturas del arco se reducen a diseños de follajes que lo cubren totalmente.

La bóveda junto al altar mayor presenta el diseño del sol con rostro humano de tamaño grande al lado de la luna, mucho más pequeña. Están rodeados por ángeles flotando sobre nubes y entre pequeñas estrellas. Incluso en la claraboya se muestran dibujos de dos figuras no identificadas por estar muy deterioradas.

Al pie de los dibujos de la bóveda, aparecen otras figuras de ángeles en número de diez a cada lado, en hileras de cinco sobre nubes de color azulino acompañados de estrellas. En la parte inferior de estos querubines se encuentran las pinturas más destacadas del templo; se trata de las imágenes de los santos apóstoles, seis en cada pared, enmarcados en cuadros rectangulares adyacentes. En el muro de lado este aparecen las pinturas de San Pedro, de otras dos figuras destruídas por efecto del desprendimiento de los revoques; continúa San Jacobo, muy deteriorado, y le siguen San Mateo y San Matías ambos en regular estado de conservación. En el panel de la pared opuesta, se advierte los diseños de San Andrés, San Juan, San Bartolomé, San Santiago, San Simón y San Tadeo, todos mas o menos en buenas condiciones. Son figuras polícromas, sin añadido de adornos, pero enmarcadas con líneas. Son claros los epígrafes con los nombres al pie de cada cuadro mural. De modo general estas pinturas miden 1.25 m. de altura por 1.15 m. de ancho. Los apóstoles están de pie, visten jubón y capa sobre un fondo de color amarillo.

Existen también dos inscripciones con nombres de autoridades y fechas de construcción. Uno al lado norte del arco que anuncia: «Esta bobeda se principió de trabajar el 2 de agosto de 1870 siendo Alcalde Dn Ruperto Cornelio su regidor Esteban Loli y se concluyó el día 20 de Febrero de 1871». La otra inscripción, ubicada al lado opuesto se halla semicubierta por un fragmento del cielorraso que la cubrió posteriormente. Se lee aquí: «Siendo Alcalde... Abelino y Teodosio... maestre de ...».

La fachada

Las únicas pinturas ubicadas en la fachada, se distribuyen en la parte central del extremo superior de la pared, en la forma siguiente. Una en la cornisa, donde han dibujado al sol con rostro humano de tamaño grande en relación al dibujo de la luna que es más pequeña, ambos entre estrellas. En el frontis, bajo las pinturas anteriores, aparecen dos ángeles arrodillados que custodian una cruz. Son dibujos sencillos, sin mucho colorido. Hacia la parte inferior de esta fachada se advierte una inscripción que expresa: «Obra construida en venio del Alcalde de Vara Juan Súarez Santos su Alguacil Teodomiro Santos y la colaboración de los ciudadanos del lugar. Ejecutado la obra por el constructor Don Benjamín Loli C.P. 9-29-73».

Un detalle que debemos anotar, pero que no se trata de pinturas, es la presen¬cia en el frontis de la iglesia, de una imagen tallada en la viga que sobresale del techo en la fachada oeste, que representa la cabeza de un caballo esculpido en madera. Al lado opuesto, sector este, en otra viga, aparece la escultura de una mujer con los senos visibles que mira al piso.
También en madera tallada son las figuras situadas bajo el coro donde se aprecian los rostros del sol, de la luna, de águilas bicéfalas, músicos y flores, sin pintura alguna.

Aparte de estas representaciones no existen otros murales o tallas, sea al interior o exterior del templo.

Consideraciones generales

No cabe duda que el estudio de los restos materiales dejados por las sociedades antiguas apoyado por las informaciones etnohistóricas coadyuvan al mejor entendimiento de la historia social de las comunidades andinas que han soporta¬do el impacto de sociedades extrañas. La comunidad de Pimachi, enclavada en los andes del valle de Pativilca, reúne condiciones importantes, tanto por el patrimo¬nio cultural que conserva como por las referencias históricas contenidas en los informes coloniales, para ser objeto de análisis en varios aspectos de su trayectoria cultural y social. Patentiza, igualmente, los procesos y conflictos locales du¬rante los tiempos coloniales, en cuanto a las estrategias de inserción y reacción nativa frente a la presencia de una cultura extranjera. La construcción de un templo cristiano ajeno a la tradición local así como el engalanamiento de éste a base de íconos totalmente distintos a los que eran populares entre los nativos, tuvo sus consecuencias. La población nativa trazó sus propias estrategias de defensa para evitar la suplantación de su cultura. Pero lo hicieron como núcleo aislado en la región en torno a lo que fue la antigua provincia de Cajatambo, lo que tuvo como corolario la imposición castellana. Obviamente que otra hubiese sido la historia si la defensa de su patrimonio cultural e ideológico se articulaba con el resto de poblaciones andinas. Se habrían configurado necesariamente otras facetas en la trayectoria de su devenir como pueblo.

Los conflictos y la imposición fueron evidentemente duros, especialmente para la masa nativa y los ejemplos saltan a la vista si acudimos a la lectura que los propios religiosos cristianos trasmitieron. Un caso interesante que revela la imposición extranjera en los Andes, como en el ejemplo de Pimachi, lo es también la información que dimos anteriormente con respecto al uso de filtros de amor usados en la zona altoandina de los valles de Huaura y Oyón (Ruiz, 2000).

Existen estudios que han planteado enfoques sobre la trascendencia de las pinturas murales como una forma de entender la historia social de los pueblos (Macera, 1975, 1980), toda vez que a partir del estudio de las imágenes represen¬tadas se puede penetrar en los conflictos culturales y sociales de las comunidades involucradas. Tales estudios nos permiten tener en cuenta la importancia de los murales de Pimachi, por cuya razón hemos apelado a ellos como marco de referencia metodológica del presente estudio.

La iglesia de Pimachi y los murales de los patriarcas cristianos constituían en el contexto de las culturas locales un arte e iconografía impopular que contradecía la tradición ideológica propia, pero que andando el tiempo sustituyó en buena medida las costumbres religiosas. Tuvieron que pasar algunos siglos para que recién la iglesia y las imágenes cristianas sean aceptadas al interior de las comunidades andinas para convertirse finalmente en motivo de las ceremonias y la devoción popular.

Considerando lo expuesto, podemos afirmar que el estilo de las pinturas murales es sobrio, sin añadido de un fondo paisajístico, por cuanto no aparecen otros elementos que recarguen las representaciones, como es característico en la pintura de otros templos de la sierra norte de la región de Lima. Si queremos comparar, por ejemplo, con el arte plasmado en la iglesia colonial de Rapaz (Ruiz, 1983), encontramos claras diferencias, pues esta iglesia ostenta figuras bastante recargadas con otros motivos que no se observan en la de Pimachi. Desde luego que si cotejamos las fechas de las inscripciones se aprecia su correspondencia al siglo XIX, aun cuando cabe reiterar que estamos ante reconstrucciones, como lo asevera la inscripción de la fachada. Justamente, la carencia de un claro barroquismo como el de Rapaz, nos hace pensar que su ejecución es temprana y hecha por muralistas influidos en la urgente tarea de evangelización que preocupaba al clero de esos tiempos. Igualmente, podemos afirmar que la presencia de los doce apóstoles pintados de Pimachi, si bien tienen la misma intención ideológica de transformar la religión nativa que las pinturas de la comunidad de Huanri (Ruiz, 1999) difieren de estas, porque aquí sólo aparecen representadas las figuras de cuatro apóstoles evangelistas, esto es San Lucas, San Mateo, San Marcos y San Juan. Además, las pinturas de Huanri estarían más vinculadas a las de Pimachi que a las de Rapaz, en la medida de ser menos barrocas que esta última.

Teniendo en cuenta la presencia en Pimachi de los evangelizadores hispanos el año 1656, quienes en esta fecha anotan la referencia sobre templos cristianos en el lugar, deducimos que estas edificaciones ya estaban construidas en esa fecha y que la factura original debió ser modificada con el transcurso del tiempo. Al parecer, existieron otros murales en el templo de Pimachi, como parece indicarlo el pequeño fragmento que aparece en la pared interior. Pero la antigüedad de las pinturas de los apóstoles es evidente, porque ya otros estudiosos han manifestado que la pintura mural fue anterior en la región andina «a los altares de albañilería o madera, así como a la pintura en lienzos y a toda clase de imaginería» (Gálvez y Macera, 1995). Estos mismos autores, han presentado las pinturas de los evangelistas del templo de Yanas de la provincia de Huari, las cuales tienen relación con los murales de los apóstoles de Pimachi de la provincia de Ocros, ubicados ambos en la misma región de Ancash.

De acuerdo al estilo reconocido en los murales, sobre todo de las imágenes de los apóstoles ubicados al interior del templo, se puede afirmar que correspon¬den al arte de un solo artista. Los trazos, el uso de los colores y la configuración total de las pinturas de los santos apóstoles mantienen una fuerte unidad en su composición que proviene de la mano de un solo artista.

La presencia del sol y la luna, tanto en la bóveda, en el techo bajo el coro y en la fachada, podría indicar el mestizaje que se venía produciendo en el mundo andino, dado a que en estos tiempos se alternaban esas figuras del panteón nativo con las imágenes cristianas, del cual es vivo ejemplo el de Santa Catalina de Pimachi que aquí presentamos. Las figuras exóticas como la testa de un caballo o la de la mujer, talladas ambas en el extremo de las vigas que sobresalen en el frontis, son tal vez el resultado de seres desconocidos para ellos, pero vigentes a raíz del arribo castellano a sus territorios.

El tema de la representación de los apóstoles estaba asociado con la actividad que los curas realizaban en las comunidades andinas. Estos curas, obviamente, estaban convencidos de su misión y tenían que identificarse con la representación apostólica plasmada en los murales. En cuanto al estilo de las pinturas debemos señalar que ellas corresponden al estilo mestizo en la clasificación proporcionado por el Dr. Pablo Macera, cuyas investigaciones sobre el tema, abren nuevos derroteros para el conocimiento y la interpretación social del arte mural sudamericano (Macera, 1975 ).

No podemos concluir sin antes señalar la necesidad de consolidar y restaurar vestigios monumentales tan importantes del arte colonial andino, cuya presentación adecuada servirá como testimonio de una buena parte de la historia general de Pimachi. Proseguir con las tareas de investigación arqueológica y practicar excavaciones en el mismo pueblo daría informaciones complementarias a los estudios antropológicos del lugar. Similar invocación amerita considerar para varios templos como los de Rapaz y Huanri, además de otros distribuidos en la zona altoandina de los valles de Pativilca, Fortaleza, Supe y Huaura.

Bibliografía


Cornelio Abad, Samuel y otros (2005). Pimachi. Modernidad y visión de futuro. Centro Poblado Menor. Ocros-Ancash.

Duviols, Pierre (1986). Cultura Andina y represión. Procesos y visitas de idolatrías y hechicerías. Cajatambo, siglo XVII. Centro de Estudios Rurales Andinos «Bartolomé de las Casas». Cusco-Perú.

Gálvez Pérez, José María y Pablo Macera (1995). Santiago Mayor de Yanas. Encuesta Pintura Mural Andina. UNESCO-San Marcos. Lima.

Macera, Pablo (1975). El arte mural cusqueño. Siglos XVI-XX. Apuntes 4. Centro de Investigación. Universidad del Pacífico. Lima-Perú.
    (1980). Arte y lucha social: Los Murales de Ambaná (Bolivia). UNMSM. Dirección de Proyección Social. Seminario de Historia Rural Andina. Lima.

Ruiz Estrada, Arturo (1983). El arte andino colonial de Rapaz. En: Boletín de Lima, N° 28, Año 5. Lima.
    (1999). Huanri: Una comunidad campesina de agricultores y músicos. En Runamanta. Revista de Antropología, N° 1. Universidad Nacional Federico Villarreal. Departamento Académico de Historia, Arqueología y Antropología. Lima.
    (2000). Anaypuyo: un filtro de amor de origen prehispánico. En Tipshe. Revista de la Universidad Nacional Federico Villarreal, N° 1. Lima.

Fig. 1. Iglesia colonial de Pimachi (provincia de Ocros, valle de Pativilca, región de Ancash). Se ubica en la Plaza Central del pueblo y guarda al interior varias escenas pintadas en los muros.

Fig. 2. Púlpito desde donde el párroco Bernardo de Noboa predicó a los pobladores de Pimachi una nueva ideología religiosa contra la religión nativa.

Fig. 3. Pobladores de Pimachi con vestido tradicional actual.

Fig. 4. Pintura mural con imágenes de los santos apóstoles San Juan, San Bartolomé y Santiago.

Fig. 5. Imágenes de Santiago, San Simón y San Tadeo cuyo estilo revela la obra de un solo autor anónimo, quien pintó los murales de Pimachi.

Fig. 6. Pintura de la imagen de San Pedro que guarda el mismo estilo que el resto de apóstoles representados en los muros interiores del templo colonial de Pimachi.



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